Los protagonistas de estos textos son personajes que entran en una turbulencia de identidad en el tránsito de la adolescencia a la vida adulta. En el momento de crisis más evidente abandonan su hogar para iniciar un viaje, o mejor dicho el proceso que debe llevar a la madurez y culminar en el caso feliz en la vuelta a la casa (la patria romántica) para asumir los deberes burgueses, es decir, contraer matrimonio, fundar una familia y asegurar profesionalmente la continuidad del negocio paterno. Si por el contrario el joven viajante fracasa, la ficción le ofrece dos posibilidades: o se vuelve loco o muere.
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No solamente Goethe y Nietzsche sino también Thomas Mann y Hermann Hesse, a quien se puede denominar el último romántico si pensamos por ejemplo en su Lobo estepario, están presentes en esta obra de Wagner, que por su complejidad se puede entender como drama tanto revolucionario como artístico. Y los dos momentos tienen sus antípodas en lo conservador y lo burgués. Por lo tanto se forma una textura recíproca que se nos presenta en varias facetas y que podemos descifrar como conflicto entre espíritu y cuerpo. Entre el romanticismo alemán y las vanguardias de principios del siglo XX está Richard Wagner, un romántico tardío, que trata a su manera el eterno conflicto del hombre que se mueve entre la felicidad sensual de la diosa pagana y la paz, la tranquilidad de los instintos que le propone la imagen de la angélica Elisabeth. Tannhäuser, al optar por la primera, se afilia a la lista de los outsiders románticos, de los solitarios cuyos reinos no son de este mundo y que, de esta manera, inician el drama moderno del hombre artista. Pero en el final de la ópera, donde se relaciona el arte con el principio de la divinidad cristiana, Wagner ya está escribiendo el prefacio de Parsifal.