(Una vez alguien me dijo que debería poner toda esta mierda en primera persona para mejor, estoy pensando en hacerle caso, aunque sinceramente a mí nunca me convenció demasiado)
Sobre las cinco me desperté sudando, estaba nervioso y no podía distinguir muy bien la realidad de lo que había sucedido, faltaban dos horas para volver al trabajo pero sabía que era incapaz de entrar al Sotavento esa tarde. Cogí el periódico y al ver la noticia una vez más me aseguré de que no se trataba de una pesadilla, en mi cabeza sólo un nombre se repetía obsesivamente, Alberto Medina.
El suelo encharcado de sangre, al fondo del bar alguien descuelga un teléfono, las mesas están recogidas con las sillas por encima y en la barra brillan los dos últimos vasos de la noche. El tipo de la gabardina huyó tan deprisa que cuando el camarero advierte lo sucedido ya es demasiado tarde, se siente como un inútil hablando con la policía, recuerda los tiempos en los que solían suceder cosas así por la zona y un pequeño escalofrío recorre su espalda. Al poco tiempo aparezco por la puerta contemplando la escena, luego he salido disparado hacia mi viejo coche.
Esta vez estaba poseído, los grandes ojos inyectados de ramificaciones rojas con pronunciadas ojeras acentuadas por las pocas horas de sueño, las manos temblorosas al volante, el pie tensado sobre el acelerador. Llego a la puerta del apartamento haciendo lo posible por tranquilizarme, enciendo un cigarro consumiéndolo con lentitud entre labios apretados mientras contemplo por unos minutos el vaivén de las olas en el mar. Toco el timbre, espero unos segundos hasta que me abren la puerta de abajo y voy subiendo las escaleras hasta el ático. Cuando entro por el pasillo mis nervios se van calmando, en el salón Alberto me recibe con una sonrisa, sentado como de costumbre en un sillón forrado de cuero negro me alcanza un largo vaso de cristal, alguien se encarga de cargarlo con el mejor whisky irlandés que hay por aquí.
- para que no pienses que te trato como a los otros, relájate y prueba este seco irlandés de gran reserva – dice
Me acomodo con el vaso, lentamente sorbo sin mediar palabra, de cuando en cuando escruto sus ojos mientras habla sobre la desgraciada muerte de Juan.
- y bueno, dime algo ¿cómo estás ahora chico? ¿no deberías estar en el trabajo?
Asiento con la cabeza antes de acabar de un largo trago con el whisky, no logro detener mis pensamientos, hay un momento en que estoy a punto de hacerle unas cuantas preguntas acerca de la muerte de mi amigo pero intuyo que de nada serviría. Mis ojos recorren de arriba a abajo la pose de este poderoso don nadie, se detienen en su bigote mojado de saliva por la parte de abajo a causa de sus extraños movimientos de boca, un asco irrefrenable empieza a apoderarse de mí, el odio recorre esta sangre seca de irlandés curtido y vienen a mi memoria los tiempos del IRA.
- Nunca olvides que te salvé el pellejo y te traje a este magnífico lugar para que fueras guardaespaldas de alguno de mis allegados, ya sé que el tiempo ha pasado y has hecho mejor vida, pero sabes que me debes mucho amigo, nunca lo olvides.
Lo observo con indiferencia.
- Hombre, se nos ha acabado el whisky ¿quieres otra copa?
- No, gracias- le digo.
- Es raro en ti - se gira para alcanzar otra botella.
Inmediatamente me levanto del asiento y rompo con violencia los bordes del vaso contra la mesa, atacado por la ira me abalanzo sobre Alberto que estaba girando su cabeza para reincorporarse. No puede pedir ayuda, parece que he incrustado el vaso partido en la misma garganta, a la derecha de su pronunciada nuez. La sangre se derrama lentamente, los ojos se van apagando entre guturales sonidos de agonía, yo sigo apretando con firmeza el vaso sobre la carne hasta estar completamente seguro de que aquel tipo es ya sólo fiambre.
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