Expulsados del paraíso, desheredados por voluntad propia de la tierra, desterrados por un dios ateo, cívico y todopoderoso, acallados por el marketing efímero de empresarios ejemplares, kamikazes contra el único amor que merezca nuestra sangre tinta, arrancados de la página a fuerza de golpes con la vida, arrojados a la calle que palpita sin tiempo, sucios, ebrios, sospechosos, perseguidos por habernos liberado de las trampas del sistema, culpables por hacer de nuestra obra la vida aún sabiendo que no sirve para nada, artesanos de palabras sin billete de vuelta, dispuestos a pagar el precio con nuestro sudor y nuestras lágrimas, la poesía del siglo veintiuno no tiene cabida en vuestras bibliotecas, expulsada de ediciones mercenarias patea sin rumbo una ciudad desprendida que ama sin miramientos de ningún tipo, su corazón bombea la sangre viva de un canto esencial que no separa y hunde su raíz en el sagrado individuo, en un minúsculo rincón a las afueras el docto profesor emite su sentencia, los críticos hacen reseñas a comisión para un autor ceniciento, el árbol genealógico de la burguesía editorial coloca a sus mochuelos con acné en la vanguardia del servilismo impreso, en un país de lameculos y de ridículas envidias, asesinos de la palabra viva pierden sus horas conversando inútilmente en cementerios de café mientras una ciudad avanza, escribe, sueña, besa con luz el corazón de cientos de desamparados plantando la semilla de una nueva revolución literaria, nada pueden contra la palabra esencial de auténtica raíz, desdibujada y migratoria, silenciada hasta la saciedad, hasta la suciedad presente que pronto será nada.
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